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Pierre Béguin

écrivain

Littérature

Joselito Carnaval

Extraits de presse

Extraits du livre

Roman , 212 pages , Sílaba Editores - 01/2019.

Extraits de presse

“Joselito Carnaval”, novela del suizo Pierre Béguin, basada en la matanza de diez recicladores en la Universidad Libre de Barranquilla en 1992, es una de las novedades de la editorial Sílaba para este año en la Fiesta del Libro de Medellín.

Fernando Araújo Vélez, El Espectador, 19 sept. 2019

Los imperdibles de la FILBo 2019 según Laterales Magazine

Felipe Sánchez Hincapié

Extraits du livre

p.9 — 11

Advertencia del narrador

Lector, antes de voltear la página, debes saber que esto no es una novela, que la historia que vas a leer es una historia verdadera, con hechos auténticos, por muy inverosímiles que puedan parecer y que todo parecido con la realidad no es pura coincidencia. Todo ocurrió hace veinticinco años en una ciudad costera del Caribe, en plena celebración del carnaval. La parte de ficción de esta historia no va más allá de lo que exigen las convenciones del género cuando la imaginación se hace necesaria para aclarar las zonas oscuras de la crónica judicial.

La memoria colectiva se parece en cierto modo a una fosa común en la que se acumulan los muertos opacados por la indiferencia: así, para el ciudadano honesto que optó por el carnaval, la ligereza y el olvido, el estruendo de la indignación fue tan breve como un momento de diversión. Sin embargo, para mí, perseguido por ese diablillo que nos susurra al oído remordimientos devastadores, el rumor de esta historia no ha cesado de retumbar en mi consciencia, a menudo tenue, otras veces más fuerte, a pesar de la cobardía y las ambiciones que lo acallaban. ¿Acaso no somos todos un juguete de las ilusiones del porvenir? Hasta el día en que la realidad nos hace comprender que nuestros mañanas no serán como alguna vez los soñamos y que nuestras decisiones no están aisladas de nuestros desencantos.

El mal, al igual que el bien, es cuestión de rutina y la máscara del vicio, como la de la virtud, termina apoderándose de nuestro rostro. Entonces nos damos cuenta de que la costumbre nos conduce sin desvíos a un final sin gloria, aunque a menudo sin desastre, final que la vida concede a aquellos que ceden a su dulce abatimiento. Pocos son aquellos que logran realizarse antes de morir...

Este drama fue para mí un momento de verdad. Con él gané fácilmente cierta consideración, además de la carrera y el prestigio que habitualmente la respaldan. Pero allí también dejé parte de mi alma. Ahora que la jubilación llega a marcar la hora de las nostalgias, ahora que he alcanzado la edad en la que la vida debe reducirse a una derrota más o menos aceptada, llegan a mí los recuerdos y siento cerrarse en el fondo de mi garganta el nudo gordiano por todo aquello que pudo ser y no fue. Llegan a mí los recuerdos... y no son mis mejores bienes.

Si hoy me dispongo a reunir los pedazos dispersos de esta espantosa bacanal, si acepto después de todo este tiempo ponerme en escena en tercera persona, quizás sea tanto para acordarme del hombre que quería ser cuando era niño, como para olvidar este en el que me convertí de adulto, concesión tras concesión, error tras error, miedo tras miedo. ¿Quién no ha experimentado algún día ese sentimiento de vacío tan difícil de afrontar? La única astucia que nos permite continuar viviendo de manera más o menos serena consiste en no destruirnos intentando deshacernos de él...

Escribir no es más que un intento de reparación. Y no es que espere que este relato sea una forma de redención, pero quizás sí la oportunidad de llevar a cabo un deber postergado por demasiado tiempo. Un deber con el que debí haber cumplido hace veinticinco años si tan solo en ese entonces me hubiese animado la valentía que en muchas ocasiones me ha faltado. Y si se ha de juzgarme, ¡que así sea!
En cuanto a ti, si te propones seguir con la lectura, tarde o temprano deberías hacerte la lancinante pregunta a la que por fin me dispongo a dar respuesta honorable: ¿Qué harás con esta terrible y verídica historia que leerás a continuación?

p. 159 — 164

El Nene mira cómo el desfile funeral se aleja a lo largo de la avenida de las vacas arrastrando con él a Joselito hacia su última morada, entre los gritos y las risas de una multitud cada vez más densa. Después, apresurado por el tiempo perdido, monta su moto y arranca a toda velocidad hacia la avenida Boyacá.
Bajo las órdenes del Mañas, ayer por la noche y una buena parte de la mañana, anduvo recorriendo los barrios populares para activar a los informantes a cambio de algunos billetes. Pensaba que aún tendría algo de tiempo antes de que Eliseo Gacha regresara al billar por la tarde, con la mirada un poco trastornada, para darles la señal y el sobre que validaba la misión: "¡Hay que quemar el muñeco lo más pronto posible, esta noche o a más tardar mañana por la mañana! ¡Y lo más importante, sin dejar rastros!"
Bajo la precipitación, el plan que habían preparado el día anterior, de repente parecía complicado. Imposible ejecutarlo a escondidas, tendrán que mostrarse y mantener a sus informantes en alerta y listos a actuar en el acto.
La irrupción de Eliseo Gacha dejó al Nene algo nervioso. No solo porque detestaba a ese pretencioso que después de haber realizado sus estudios en la universidad decidió que ganaría mucho más dinero, rápido y sin riesgos, jugando a los intermediarios. Sino más que todo porque no tuvo tiempo de ir al cementerio a visitar la tumba en donde están reunidos su madre y su hermano, para llevarles dos flores que había recogido en el camino, como suele hacerlo cuando sus demonios nocturnos lo persiguen. En realidad, el Nene no viene a poner flores en la tumba. El viene a ver si la tumba florece por sí sola. Da pequeños toques sobre el muro como si tocara a una puerta. Nadie responde. Entonces se arrodilla, besa la tumba, se persigna y regresa solo al billar invadido de odio y tristeza.
"¿Quién los mató?" Todavía se pregunta de vez en cuando, entre desespero y sed de venganza, desde aquella terrible noche en la que, llegando a su casa después de haber estado deambulando por las calles del barrio, se encontró con una escena del Juicio final: su hermano yaciente en su propia sangre en el vestíbulo y su madre, amarrada al pie de las escaleras tras haber sido violada y degollada. La pandilla se había llevado el televisor, el equipo de sonido y la licuadora. No había más nada de valor en aquella casa. En cuanto a su padre, como él mismo lo describía con amargura, "¡Habría podido ser cualquier pervertido hijo de puta!
Fue Luz Dari, una amiga de su madre quien lo recogió. Aún hoy, cuando el Nene no duerme en el lugar en el que la noche y el sueño lo sorprenden, ella lo recibe en su casa de vez en cuando, lo esconde en un rincón cuando las autodefensas u otra pandilla lo busca, asumiendo sistemáticamente que tendrá que ignorar lo que sus ojos ven claramente, lo que su inteligencia entiende perfectamente, lo que su corazón siente dolorosamente.
Justo después de aquel drama, comenzó a ver la muerte como algo natural. De dos pensamientos, consagraba al menos uno a su propio fin. De iglesia en iglesia, de entierro en entierro, le gustaba impregnarse del crujido de la llama de los cirios, del olor de sus mechas quemadas y del murmullo de letanías que se amparaban de la bóveda y se levantaban hacia la eternidad.
Aún hoy frecuenta las iglesias, toma la comunión y se confiesa algunas veces, raramente se quita el escapulario y cuando un contrato le da un poco de dinero, manda a dar una misa para que la Virgen del Carmen proteja a su madre y a su hermano allí en donde en paz descansan. A veces se queda horas en la iglesia, con la sensación de abstraerse de las miserias humanas y de los avatares del tiempo, contemplando a la Virgen y al Niño que resplandecen en su brillo de oro, flotando en un mar de ofrendas florales cubierto de llamas rojas.
Algunas semanas después de la masacre de su familia, mientras deambulaba por las calles, comenzó a escuchar ecos de voces provenientes de una grieta, como si estas estuviesen recluidas bajo las piedras o atrapadas en el orificio de los muros y que únicamente su murmuro lograba subir a la superficie. Voces preciadas que parecían seguirle el paso, a las que creía reconocer por momentos, que lo perseguían como el zumbido de un panal y que terminaban por confundirse en su cabeza con el murmullo sordo de las plegarias. Su barrio no era para él sino un vaivén de muertos sin absolución que vagan en un mundo despojado de su atmósfera. Y cuando los ecos cesaban, en la voz del silencio, no dejaban detrás de ellos más que la imagen de la perdición. Tan solo tenía doce años y no le quedaba más que su pasado.
El Nene vegetó de esta manera durante un año en las calles y en las iglesias, en compañía de voces vagabundas, divinidades tolerantes y una madre sustituta permisiva. Sin Dios ni ley que lo castigaran ni a quien temerle, pero invadido por ese vértigo, esa sensación de diluirse en un agua espesa y ese regusto a sangre en la garganta.
Un día, unos tipos del M-19 o del EPL pasaron a baja velocidad, en una camioneta roja, invitando a todos los jóvenes a unirse a los campos de entrenamiento. Sin nada en qué ocuparse, el Nene no se hizo rogar, y con él, todos los viciosos y malandros del barrio. La formación política no le interesaba, pero allí le enseñaron a manejar las armas, a fabricar explosivos, a preparar operaciones simples. Y mejor aún, prácticamente había dejado de percibir las voces de las almas que una vez solían acompañar su andar.
Cuando los acuerdos con el gobierno se volvieron tensos, cuando los milicianos se evaporaron en la selva, dejando detrás manadas de chavales bien entrenados con armas artesanales a su disposición, las únicas puertas que se le abrieron al Nene eran las del infierno. Así que se asoció con dos chicos con los que comenzó a saquear el barrio, sembrando enemigos a sus espaldas. Quizás demasiados enemigos. Pronto se vio obligado a huir de barrio en barrio, de territorio en territorio. Cuando llegó a aquel en el que reinaba la pandilla del Lunar, se supo que su vida acabaría más rápido de lo que canta un gallo. Cuando la policía lo atrapó vendiendo crack, el Lunar, sabiendo cómo se hacer pasear el dinero en el tribunal, compró la libertad del Nene. El cacique estimaba que sus conocimientos sobre los barrios y las armas valdrían la inversión. Una inversión rentable que el Mañas, después de la muerte del Lunar, no se molestó en explotar. Hoy, con su capacidad prospectiva que no va más allá de una semana, y pese a su morbilidad malsana, el Nene se cree inmortal. Muertos tras muertos, hasta que logre borrar de su memoria ese recuerdo que desencadena otros, como si se esforzara por contener los granos que caen de un saco roto. No lo ha logrado del todo. Ese ruido sin ton ni son aún ronda en su cabeza, semejante al ruido que hace el viento por las noches, entre las ramas de un árbol justo cuando no se ven ni el árbol ni las ramas. Paro ya no tiene miedo de nada ni de nadie, ahora...

Ahora sale de la avenida Boyacá para tomar la calle de Los Estudiantes que él sigue hasta el canal en donde lo esperan con impaciencia el Mono y el Mañas. Los encuentra al final de esta, allí en donde el asfalto se hace menos denso y termina por ceder el lugar a una pista de arena, ambos en cuclillas, inmóviles, con una cerveza en la mano y la espalda apoyada sobre la carcasa de un carro puesta sobre unos conos. A pesar de la oscuridad, parece que el cielo todavía esparce algo de luz sobre las piedras y muros, mientras bebe el agua de la tierra, irisando todo, sin dejar a ras de suelo más que una sensación de calor seco, sin un soplo de viento, como si todo quedara fijo, a la espera de algún acontecimiento. Solo los movimientos del crepúsculo se concentran en los reflejos de las estrellas que caen sobre las aguas durmientes del canal en un ballet incesante de destellos y brillos. Apenas se escucha a lo lejos, el murmullo de la música que sopla sobre la ciudad.
Se quedarán unos minutos a fumar y a beber e intercambiar la información provista por los informantes. Antes de que el asfalto debajo de los neumáticos suelte un chillido que rompa el silencio de las calles hasta la avenida de las vacas...
"Mata que Dios perdona..." proclama el refrán de una salsa que muchas veces les sirve de plegaria. Esta noche, al ver a los tres hundirse en esa corriente lenta de faros que corta el crepúsculo naciente y forma lo que pareciese una herida abierta, nadie hubiese podido imaginar que esos motorizados sin rostro, como hijos de la misma oscuridad, más que actuar bajo las ordenes de alguien, actuarían impulsados por sus propios demonios...

p. 180 — 189

Cuando terminó, el Juez de instrucción por fin logró sostener la mirada de su superior. Mientras exponía su tesis, sentía que ese ojo severo lo miraba como si quisiera hurgar en el fondo de su alma. El Fiscal se levantó bruscamente, tomó al pasar una hoja que andaba por ahí en una esquina del escritorio y se instaló al lado de la ventana, profundamente absorbido, sosteniendo en su puño la hoja arrugada. Por el murmullo acallado de la calle, podía adivinarse confusamente la agitación matinal que retomaba sus derechos después del furor carnavalesco. Cuando volvió a sentarse en su escritorio, el Fiscal tenía la expresión de un profesor a punto de comenzar su clase.
— ¡Lo van a aplastar, Montalvos! Usted no tiene nada en este expediente que el primer abogado no haga explotar en pedazos. Usted no hace más nada, aparte de gastarse el dinero del Estado. Incluso el testimonio de su cartonero podría derrumbarse ante el de los responsables de la universidad. Si es que puede presentarse a dar su testimonio. Usted no ha debido soltarlo...
—Yo no había imaginado un escenario como este. Pero anoche le di la orden a un inspector de ponerlo bajo protección.
El Fiscal hizo una mueca escéptica.
—Estas historias de mafia roja... El rumor ya llegó hasta esta oficina. Ya sabemos que eso existe, pero en todo lo que llevo de carrera nunca he visto que una red haya sido realmente desmantelada y menos que sus cabecillas hayan sido condenados. Mafiosos sí, traficantes de droga sí, pero traficantes de órganos, ¡jamás! ¡Vaya usted a saber por qué!
Tuvo una pequeña tos incómoda como apoyatura, antes de retomar con el mismo tono de confabulación.
—Usted ya capturó a tres, y los tiene hasta el cuello. Concéntrese en ellos por lo pronto, eso calmará a todo el mundo.
—Precisamente, el jefe de los guardianes es simplemente un autor material, pero la culpabilidad del administrador y la del preparador, si llegasen a comprobarse, serían la prueba de que existe toda una red, el primer eslabón que permitiría desmantelar toda la cadena...
—Salvo que no creo que el administrador le diga nada y que el preparador ya le dijo todo. En cuanto a sus hipótesis, si son fundadas, me temo que se hará aplastar como una mosca en el primer interrogatorio. Un hombre tan temible como el senador Holmes de la Esprellia, si usted lo inculpa incluso con pruebas sólidas, podría molerlo en menos de lo que canta un gallo. Y ni siquiera le estoy hablando de los que están por encima de él, en el caso de que usted tuviera razón. ¡El país entero va a caerle encima!
Santander Montalvos retuvo por un momento la respuesta que había preparado, incapaz de distinguir, en el discurso de su interlocutor, la parte de amenaza o prevención, de cobardía o sabiduría. A pesar de su traje gris impecable y un nudo de corbata bien atado, el Fiscal tenía la apariencia de un auténtico jubilado. Alto, larguirucho, un poco encorvado, medio calvo y con el rostro lleno de muchas más arrugas que años. Se veía sobre todo irritado contra todo lo que fuera a perturbar su rutina. Para eso, el juez sexto de instrucción también había pensado un contraargumento. Esta vez prosiguió con más aplomo:
— ¿Acaso puede uno, en nombre de su propia seguridad o ambición, admitir que aquí, como en cualquier otra parte del mundo, la Ley se identifica a fin de cuentas con la posesión de lo que hemos robado y con la prescripción del delito? Entre el Estado de derecho y la barbarie, está la justicia...
El Fiscal lo interrumpió con un gesto teatral, como si abriese la sesión en una sala de audiencias:
—Primero hay que tener en cuenta lo que el poder quiere escuchar y luego lo que el pueblo quiere creer. Después solo queda la verdad de la instrucción. Treinta años de experiencia me enseñaron a hacer esta distinción, ¡créame!
Permaneció callado durante varios segundos con los ojos fijos en un punto imaginario, antes de retomar como si se dirigiera así mismo:
Aquí como en cualquier otra parte del mundo... Pero aquí más que en cualquier otra parte, la mentira perdura un poco más tiempo que sus adversarios...
Luego, con las manos entrelazadas y los codos sobre el escritorio para inclinar mejor la parte superior del torso hacia su interlocutor, siguió con un tono de confidencia:
—Aquí entre nos, he llegado a pensar, a pesar de mi cargo, que la única ley que funciona en realidad en este país es la ley de la gravedad. ¿Esta confesión le sorprende viniendo de un fiscal? La posibilidad de quitarme la máscara es una de las pocas ventajas que le veo a la vejez. Y no me privaré de ello con usted... Mire, Montalvos, nuestras democracias son fachadas que disimulan las realidades brutales del capitalismo... y que en ciertas ocasiones las disimulan mal. ¡Qué se puede hacer! El legislador establece las leyes. ¿Y después qué? Si son muy estrictas, el sentido común las enfrenta; si son muy complicadas, la viveza se las arregla para escabullirse entre las mallas. A pesar de ello, las leyes proliferan cada vez más como células cancerosas y van sembrando en su camino prisiones que jamás logran vaciarse. ¡Sí! Un sinnúmero de leyes y, sin embargo, a veces no hay leyes. Usted tendrá que lidiar con ello. ¡Y no me pregunte el porqué de este despropósito! No fui yo quien inventó este mundo. Ya estaba así cuando caí en él. A veces no hay leyes, sino verdades: El que controla los vicios, controla a los viciosos. Al final, verá que en esta ciudad hay tantos inocentes como en Sodoma y Gomorra.
—Solo que, en este caso, hemos vuelto a los tiempos de la colonización con los saqueos y los asesinatos. Incluso a los mejores tiempos de la esclavitud, con un pequeño toque de modernidad que hace que ahora se vende el esclavo por trozos pequeños porque así es más rentable...
—Piense un poco menos en los tiempos de la esclavitud y un poco más en su carrera. Tome distancia, o bagaje, ¡como quiera! Juez sexto de instrucción, es solo un comienzo. Todo el mundo se preocupa ante todo por defender su estatus. Usted no ganará nada con ser la excepción...
— ¿Y la opinión pública? ¿Y los periódicos? Nos van a caer encima ahora que el carnaval ya no los entretiene, interrumpió el juez, que sentía que sus argumentos se atenuaban ante el cinismo de su interlocutor.
Por primera vez desde el comienzo de la entrevista, una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del Fiscal:
— Los periodistas son como los carniceros: no hacen más que exhibir trozos de carne para deleite de las moscas. En cuanto a la memoria de los ciudadanos, esta se borra con la excitación del próximo partido de fútbol. Y fútbol, aquí hay casi todos los días. En nuestra época, ya nada tiene tiempo de inscribirse en nuestras consciencias, ni siquiera el escándalo. ¡Así va el mundo, Montalvos! Comer como cerdos durante las fiestas, emborracharse en el carnaval, echarse madrazos en el estadio, eso siempre ha sido la ambición, el goce y el orgullo del pueblo. En el Reino de lo efímero, el peor de los miedos se esfuma como una gota de agua en medio de la alegría del baile, los cantos de la victoria y el alboroto de la derrota. Hoy en día, esta se evapora como todas las cosas que no sirven sino para vender periódicos que luego botaremos a la basura al día siguiente y que sus cartoneros reciclarán a cambio de unos tristes pesos. Consuélese pensando que, gracias a usted, ya no se expondrán a que los despescuecen... Por lo menos durante algunos años. Eso ya es algo...
El Fiscal suspendió su discurso como si su inspiración lo hubiese llevado al cruce de una idea con otra. Luego continuó con un tono de complicidad:
—Seguramente usted ya ha visto en la capital, en las cercanías de los barrios marginales, ese agrupamiento de pequeñas clínicas oftalmológicas apenas un poco más grandes que las vitrinas de los almacenes. Y lo habrá sorprendido. ¿Por qué tantas clínicas? ¿Por qué en ese preciso lugar? ¿La medicina tocaría a la puerta de la pobreza? ¿Acaso las corneas de los indigentes merecerían tanto cuidado? Si insiste un poco, se encontrará sin duda con uno de esos niños con la visión borrosa, mirando quién sabe adónde, debido a una fiebre perniciosa que una de esas clínicas dice haber tratado bien como dice el rumor. La última vez que fui a la capital, esas clínicas todavía estaban ahí, a la vista de todos. ¿Comprende lo que le quiero decir?
—Y usted, Señor, ¿comprende usted lo que intento pedirle?
El Fiscal esbozó un movimiento hacia atrás antes de confiar todo el peso de su cuerpo al espaldar del sillón. Esta vez con los brazos cruzados, retomó enseguida con un gesto de severidad:
—¡Escuche, Montalvos, vamos directo al grano! Usted vino a pedirme mi apoyo, pero sobre todo mi protección. Usted no tendrá ni lo uno ni lo otro. No porque yo no quiera, sino porque no puedo. Tendría que movilizar más medios que los que tengo a mi disposición y probablemente en vano. No es que yo no crea en su hipótesis, sino en la posibilidad de acumular pruebas suficientes y, en el supuesto caso en que lo lograra, en la de llegar con vida a la sala de audiencias. No obstante, en este Palacio de Justicia nadie dirá que me opuse al avance de una investigación. Tenga presente que no seré un obstáculo para usted, le doy mi palabra. Mientras el Ministro no me presione, yo no me moveré. Para mí, usted tiene vía libre para avanzar en su investigación, pero bajo su entera responsabilidad...
Se levantó para mostrar con mayor evidencia que la entrevista había llegado a su fin. Luego cambió de idea:
—Antes de tomar una decisión, ¡venga conmigo!
Se dirigió hacia la puerta de la oficina e invitó al juez de instrucción a seguirlo por los corredores sombríos del Palacio de Justicia. Mientras bajaban las escaleras que llevaban a la sala de audiencia del Primer Tribunal Superior, el Fiscal creyó necesario justificar su punto de vista:
—Dígame una cosa, Montalvos, aquí entre nos, ahora que ya no estamos en mi oficina: ¿Usted sabe cuántos candidatos a la presidencia han sido asesinados en este país? El escenario es siempre el mismo. Un hombre joven dispara al líder político, a pesar de estar bien escoltado, en un lugar supuestamente bajo el estricto control de la policía. Arrestan al agresor, a veces incluso lo eliminan en el cruce de disparos o al día siguiente. Claramente se habla de autores intelectuales, “fuerzas oscuras”, pero las investigaciones nunca van más lejos. Solo llega hasta los autores materiales. Así que para matar a un juez, ¿se imagina usted lo fácil que deber ser? Yo no tengo los medios para protegerlo de manera eficaz, Señor Juez Sexto de Instrucción. De todas formas, eso sería inútil. O usted está equivocado y arruina su carrera desacreditando a la Justicia, o su interpretación de los hechos se confirma y, en un mes, una semana, cuando usted vaya saliendo de este edificio, o cuando esté pidiendo un café en una terraza cercana, aparecerán dos hombres en moto, con el rostro oculto detrás de una máscara. El tipo sentado en la parte trasera sacará de su chaqueta una escopeta recortada o un mini Uzi y lo convertirá en un colador antes incluso de que usted haya tragado el primer sorbo. Y con usted se irán unos pobres seres anónimos, cuyo único error habrá sido el haberse sentado en una mesa contigua a la suya. ¡Pero no se preocupe! Encontraremos a sus asesinos, si es que sus socios comanditarios no los han eliminado antes. Aunque no iremos más lejos. ¡Eso se lo garantizo! Yo no puedo participar en algo así. ¿Comprende? En el mejor de los casos, su perseverancia no lanzará sino un sombra fugitiva en los paisajes que por desgracia son eternos. En el peor, nos llevará a una carnicería más, con cuatro o cinco cadáveres inocentes cuyas carnes habrán explotado como un melón. Y usted con ellos, cuando no se trate de su mujer y sus hijos...
Santander Montalvos se sintió abatido. Hasta allí, nunca había visto ninguna sombra posarse sobre sus días, ni la derrota, ni la muerte, ni incluso ese sutil sentimiento de fracaso que solemos infligirnos a nosotros mismos. Pero él sabía que en el combate entre el fanatismo destructor y el sentido común, el segundo pocas veces gana.
Llegaron a la sala de audiencias con sus puestos funcionales, sus bancos parecidos a los de las iglesias y sus mesas de madera cubiertas de moleskine amarillo, su lino rojo en el suelo y sus altas cristaleras que le daban un aire de “clínica”.
—Es aquí donde se debería llevar a cabo el proceso... si es que lo logra, precisó el Fiscal señalando el fondo de la sala dispuesta en semicírculo cerrado por una especie de rampa idéntica a la que en las iglesias separa el coro de la nave. Su mirada se paseó, uno a uno, por el puesto del presidente, el del secretario judicial y el de los jueces. Luego agregó con un cierto tono irónico:
—He aquí la barra por donde tal vez desfilarán los pocos testigos de la acusación y los numerosos testigos de la defensa. Mire los puestos de los acusados, los de la parte civil y el suyo al lado... Ya sé que usted conoce bastante bien esta sala pero ¡imagine el proceso! ¡Un proceso que pondrá en juego la imagen del país entero! Para serle sincero, yo no soy capaz.
Hizo algunos pasos hacia la puerta, miró el corredor y regresó adonde estaba el juez:
—Le repito, usted no cuenta ni con mi apoyo ni con mi protección... pero tiene desde ahora mi respeto: usted es el primer hombre que he visto sinceramente dispuesto a arriesgar su carrera y su existencia para defender, sin la mínima posibilidad de ganar, a personas cuyo avenir no es más que el reflejo en una botella de alcohol o el tarareo de una canción en medio de vapores tóxicos...
El Fiscal interrumpió su frase para examinar a su interlocutor como si lo descubriera por primera vez:
—¿Se mantendrá usted firme hasta al final? Lo dudo. Y desde ahora me pregunto qué tropiezo lo hará sucumbir. Porque siempre sucumbimos... ¿Será su esposa o sus adorados hijos, o simplemente esa desilusión que le susurra al oído que, si todo es en vano, la virtud también lo es? Créame, he visto en mis semejantes más perseverancia para el mal que para el bien...
Luego, retomando el tono profesional y cortante que el juez le conocía, puso fin a la entrevista:
—¡Usted es libre de escoger, Montalvos! Escoger entre la esperanza infatigable y la sabia ausencia de esperanza, pero eso sí, no espere conciliarlas. Yo lo dejo en esta sala con el respeto que le tengo y la responsabilidad de su decisión. ¡Tómese su tiempo, empápese de este caso y de sus consecuencias, y vaya a dar una vuelta para reflexionar tranquilamente!

p. 197 — 202

—TU FISCAL tiene razón: Este país no está listo para tu justicia y tener razón muy pronto puede considerarse como un error.
Iban caminando a paso lento sobre la pequeña playa de pescadores, entre los dos malecones en donde, de vez en cuando, se encontraban por las noches, solo los dos, sin los niños, en los momentos críticos de la existencia. Un promontorio natural dibujaba una bahía rocosa desplegada como un abanico y protegida de los vientos del anochecer por un gran peñasco y diversos depósitos de una compañía petrolera. La refinería, llena de tubos, escaleras y torres metálicas, parecía aletargada a esa hora de penumbras, emitiendo un ronquido de monstruo saciado.
Paralizado por una sensación ambigua de tristeza y confusión, Santander Montalvos no sabía qué responder ante esa doble afirmación de su mujer. Su rostro se había fijado en las barandas mohosas del malecón en donde dormían las gaviotas y se incrustaban miles de cangrejos, conchas y estrellas de mar. La marea baja expedía un olor a sal y a pez muerto; pero aquella noche, ese olor al que él estaba acostumbrado, le parecía insoportable.
Las sombras empezaban a ganar espesor. El cono luminoso del faro barría el agua grasosa, impregnada de residuos de petróleo y de desechos de los barcos del puerto, dándole al pasar una breve ilusión de que estaba bañada en oro. Perros escuálidos se olfateaban entre sí y gruñían. A lo lejos se oían acordes de guitarra en el silencio sujeto al ritmo del ruido sincrónico del oleaje...
Ya habían llegado a una de las puntas de la playa y se disponían a devolverse. Beatriz pensó que era hora de volver a tocar el tema pero desde una perspectiva diferente:
—El abogado de la universidad... ¿Cómo es que se llama?
—De la Hoz... Dr. Aníbal Trillo de la Hoz.
— ¿Qué reputación tiene?
—De asesino...
Ella interrumpió a su marido para ahuyentar a unos niños que escalaban el malecón, balanceándose sobre las barandas como si se tratase de un columpio, ignorando el peligro. Un perro ladró y sus ladridos, tristes y frenéticos, se transformaron en un aullido lúgubre.
Estaban ahora cara a cara. A pesar de la costumbre, de los años de vida común, cuando la llama de la ambición se apaciguaba dentro de él y que el juez se tomaba el tiempo de contemplar el rostro de su mujer, este no podía evitar concluir que la armonía de ese conjunto de rasgos accidentales y únicos tenía que ser obra de un milagro: La perfecta unión entre belleza e inteligencia. ¿Qué más podría pedirle a la vida? Además, en su ecuación amorosa, los niños constituían el resultado tangible de una adición mágica, la de dos seres indivisibles. En esta ecuación, él no podría concebir sustracciones...
Beatriz lo examinó un instante con una mirada llena a la vez de ternura y de interrogantes. Luego retomó:
— ¿Qué se siente saber que aquellos a los que uno defiende son culpables?
— ¡A de la Hoz, eso le da igual! De todas maneras, sus servicios son muy caros para los inocentes.
Hubo un nuevo silencio, al final del cual ella se atrevió a hacer otra afirmación.
— ¿Tú sabes? Hay combates que no deshonran al que los pierde...
— ¡Pero lo que sí es deshonroso es no pelearlos!
El juez prosigue con un tono más seguro de sí, como si las palabras en él por fin hubiesen encontrado su camino:
— Estoy condenado a no poder actuar o decidir sino únicamente en virtud de un móvil aprobado por mi razón y mi razón se rehúsa a someterse a un funcionamiento inusual que alguien querría imponerle.
— Al menos esta vez, deja que tu corazón te guíe sin andar dándole vueltas a tus acciones o a tus decisiones en la sartén, como a una tortilla.
Beatriz, acostumbrada a guardar la calma, subió el tono de la voz a pesar de sus esfuerzos, tanto que su respuesta fue percibida como un reproche. El juez bajó la cabeza. Ella creyó prudente seguir la conversación con una voz más conciliadora:
— Los móviles no faltan, empezando por tus hijos, tu familia. ¿Acaso hay algo más importante que tu familia?
— ¡Claro que no! Pero me apena que estos móviles estén contaminados por el miedo...
— ¿Y a ti quién te dijo que el miedo debe ser fuente de vergüenza? El miedo no es más que la repulsión normal ante las situaciones para las cuales no hemos sido concebidos. La consciencia de nuestro coraje comienza por el miedo. Y a lo que llaman valentía, muy a menudo, no es otra cosa que el sentimiento de su fuerza. Delante de algo más fuerte que él, el hombre huye sin vergüenza...
— Te refieres al animal...En realidad, el miedo deja a cada quien la facultad de juzgarse y de verse en el último grado de la ruindad, sin posibilidad de justificarse...
— Al menos el ruin cobarde conserva ante el valiente cadáver la posibilidad de poder salir corriendo...
— ¡Pero al final de su camino tendrá que afrontar el estado devastador de su consciencia! ¿Qué seguridad podría uno mostrar si esta no se ve respaldada por la autoestima?
— ¡No te deleites al describirte así! Tanto tú como yo sabemos que los más valientes son aquellos que han perdido su imaginación y sensibilidad.
Santander Montalvos quiso concederle la última palabra a su esposa. Si bien era cierto que ella sabía imponerse cuando lo consideraba necesario, también sabía cuándo debía hacerse a un lado. En el fondo, y aunque no lo haya querido mostrar, el juez estaba agradecido por los esfuerzos que su esposa hacía por restaurar la imagen despreciada que él tenía de sí mismo y que lo hundía, al final de aquel miércoles de Ceniza, en un estado de extrema lasitud. Tenía los ojos tristes y la sonrisa desesperada de aquellos que se aferran a una idea fija. Y esa idea fija había tomado el nombre de Wilfrido Soto desde que el inspector Efraín Cuello le había comunicado que el paradero del cartonero aún era desconocido. Ninguno de sus compañeros de desgracia sabía dónde podría estar. Durante toda la tarde, una patrulla completa estuvo encargada de su búsqueda. ¡Imposible localizarlo!
Delante de ellos, el viejo malecón subía y bajaba al ritmo de las olas. Retomaron su camino en silencio y el juez seguía preso de sus pensamientos obsesivos. No podía mentirse: Si él había dejado salir a la víctima del hospital militar sin protección incluso antes de que sus heridas hubiesen sanado, fue porque nunca creyó en su historia. Esa falla en su criterio de juicio lo zambullía en un sentimiento de culpabilidad tenaz que lo animaba a hacer hasta lo imposible para encontrar el rastro del cartonero, al mismo tiempo que le daba a su razón un móvil ideal para justificar su renuncia: Sin el testimonio de Wilfrido, era perfectamente imposible empecinarse en seguir con la investigación; en el tribunal, su derrota estaba programada. ¿Qué opción le quedaba?
Pese al alboroto de sus interrogantes, no podía evitar escuchar un pequeño diablillo recordarle insidiosamente que la defección de su testimonio clave, incluso causada por lo que se hubiese podido considerar como un acto de negligencia de su parte, le ofrecía una puerta de salida providencial capaz de amordazar su consciencia y de permitir otorgarle cierta indulgencia a su imagen, incluso más eficaz que el apoyo incondicional de su mujer. La verdad es que tenía miedo, tanto miedo como una bestia en el matadero. Se sentía cobarde y el hecho de saberlo lo hundía aún más en el pozo de la cobardía. La razón quería gobernar, pero era su miedo quien reinaba...
Estaban pronto a llegar a la otra punta de la playa cuando un perro se les acercó de manera amenazadora mostrándole sus colmillos. Así que prefirieron dar media vuelta. Algunos pescadores estaban preparando sus redes y líneas. La luna aclaraba la noche de tal manera que se alcanzaban a ver con claridad el perfil de las casas y las pendientes del promontorio que cerraba la bahía. Ya no se oía la guitarra, solamente los gritos agudos de los chicos que jugaban con las calabazas vacías, las conversaciones acalladas de las familias sentadas en las puertas de sus casas y uno que otro ladrido.
La sirena de la refinaría acababa de sonar, anunciando el cambio de turno. "Son las ocho de la noche, pensó el juez de instrucción, los niños deben estar esperándonos..."